Estos meses los habitantes de Europa venimos asistiendo atónitos a un proceso histórico de imprevisibles consecuencias, la migración de miles y miles de personas que, por unos motivos u otros, tratan de entrar en Europa. Unos cruzando el Mediterráneo por los puntos más accesibles (de Túnez a Sicilia vía Lampedusa o por el estrecho de Gibraltar), otros por tierra atravesando Grecia, Macedonia, Serbia, Hungría, hasta Alemania.
Las reacciones de los que asistimos a este espectáculo triste siempre, trágico no pocas veces, se reparten entre la compasión, la indignación y también, por qué no decirlo, el miedo en muchos europeos. Este es un fenómeno que parece estar desbordando la capacidad organizativa de los líderes europeos, como tantos otros.
No soy yo tan inteligente como para pretender saber qué es lo que hay que hacer, pero, puesto a dar mi opinión, mi humilde y seguramente desinformada opinión, creo que deberíamos hacernos algunas reflexiones que podrían ayudarnos más que el meramente dejarnos llevar por el miedo o por la compasión. Sine ira et studio, como decía César que debían juzgarse los asuntos humanos.
En primer lugar creo que sería útil y oportuno diferenciar, dentro de esa inmensa masa de seres humanos en migración, a los emigrantes, esto es, los salen de su país por motivos económicos, de los refugiados, es decir, aquellos que huyen de una situación de guerra o persecución tales que si volvieran su vida correría serio peligro.
Esta distinción es necesaria porque si a los refugiados se les debe acoger en cualquier caso, sea cual sea el coste organizativo, porque una civilización no se merece el nombre de tal si abandona a personas que huyen de una muerte segura, sin embargo en el caso de los emigrantes por motivos económicos debemos reconocer a los estados el derecho de regular la entrada de ciudadanos de otros países en sus territorios, y a cuántos consideran posible admitir y bajo qué condiciones.
En esto no creo estar diciendo nada nuevo. Mis padres emigraron a Suiza en los años 60 con la loable intención, como muchos otros españoles de buscar mejores perspectivas económicas que las que la España de entonces podía ofrecerles. Sin embargo ni a mis padres ni a los españoles que iban allá se les hubiera ocurrido partir sin tener un visado o sin tener al menos apalabrado un contrato de trabajo. Las consecuencias hubieran sido la devolución inmediata, como es lógico.
No es que ningún ser humano sea ilegal, por supuesto, pero debe reconocerse al Estado, que legisla en todos los demás aspectos de nuestras vidas, la potestad de regular por ley las condiciones de acceso y permanencia de los ciudadanos extranjeros en el territorio nacional. Lo contrario es un buenismo que no aporta soluciones y que sólo exhibe una pretendida superioridad moral sin ayudar a nadie.
Otra reflexión que me parece necesario plantear tiene que ver con que los estados, si bien deben actuar siempre conforme a estándares éticos elementales de compasión humana, también deben tener en cuenta que una parte nada despreciable de sus ciudadanos, es decir, de sus votantes, contemplan este fenómeno migratorio con aprensión, si no con miedo. Al que tiene miedo no se le debe despreciar, se le deben dar razones, buenas razones, que le muestren que no tiene motivos para tenerlo. Eso hoy no se está haciendo y de ese modo se está abonando el terreno a movimientos de ultraderecha que explotan ese sentimiento ¿Queremos el día de mañana un partido como el Frente Nacional en el gobierno? Pues ya podemos ir haciendo pedagogía…
Para disipar miedos hace falta que se vea que los estados actúan, organizan, toman la iniciativa, y no sólo reaccionan. A los que tienen miedo yo les diría que tienen derecho a sentirlo, pero que no pueden, no deben dejarse guiar por él, en Europa vivimos unos 500 millones de europeos ¿No vamos a ser capaces 500 millones de habitantes de los países más ricos de la tierra de acoger y absorber de un modo inclusivo a unos miles o cientos de miles de personas?
Creo que sí podemos integrar a los emigrantes, y creo, es más, que si ganamos el reto de hacerlo y hacerlo bien, nuestras sociedades en el futuro serán más ricas, más diversas, más cosmopolitas, mejores. De nosotros, los que vivimos en estos tiempos, depende.