Los pintores con cierta frecuencia han querido autorretratarse como un personaje más dentro de la escena representada en el cuadro. Este deseo de aparecer dentro de la propia pintura ha obedecido a diversos motivos entre los que, si bien no hay que descartar la propia vanidad personal, sin duda con más frecuencia ello se ha debido a un deseo de reivindicar la dignidad de su propio arte y la del artista como miembro de la intelectualidad.
Naturalmente esta reivindicación ha recorrido diversas etapas, partiendo desde los tiempos medievales en que el artista plástico es apenas un artesano anónimo, un trabajador manual; poco a poco los artistas renacentistas van a reivindicar la dignidad de los artistas plásticos en su pretensión de igualarla a la de los escritores. En el Barroco esta equiparación está ya casi establecida y ello hace posible un gesto como el de Velázquez en La Meninas que unos decenios antes hubiera sido del todo impensable.
El gesto de Velázquez será muy imitado luego por otros pintores, en España y fuera de España, como veremos. Con el Romanticismo el mito del artista como un ser excepcional gana terreno y veremos a éste cobrar protagonismo, hasta nuestros días, en que artistas plásticos, músicos, literatos o científicos se igualan en consideración social como integrantes de un grupo social al que se ha llamado la "intelligentsia".
Pero veamos cómo evolucionan estas apariciones del pintor dentro de su cuadro. La modalidad más frecuente en los primeros tiempos es que el autorretratado aparezca travestido como uno de los personajes de la historia representada. El primer ejemplo que me he buscado es el de Paolo Cagliari, llamado el Veronese, quien se pinta a sí mismo como uno de los músicos que amenizan la Cena de Caná. Entre la enorme turbamulta de asistentes a la boda encuentra la manera de ponerse en primera fila, es uno de los miembros del grupo de músicos que amenizan del banquete, en concreto el de la viola que viste de blanco.
Paolo Veronese. Las bodas de Caná, 1562-3. Musée du Louvre, Paris
Paolo Veronese. Las bodas de Caná (detalle)
Otra manera más favorable de introducirse dentro de la historia pintada es representar una historia que en sí misma tenga que ver con la pintura. La Iglesia decía por tradición que la primera imagen de la Virgen María la pintó San Lucas, de este modo era frecuente la representación del santo pintando a la Virgen, ocasión perfecta para que los artistas pudieran retratarse como un San Lucas. Este pintor holandés, Maarten van Heemskerck, aborda este tema por primera vez de joven y aún no se atreve a figurar como san Lucas, papel que deja al burgués que le ha encargado la pintura, pero aprovecha para pintarse a si mismo como el ángel (por cierto, con un escorzo algo descoyuntado)
Maarten van Heemskerck. San Lucas pintando a la Virgen con el niño, 1532. Frans Hals Museum, Haarlem.
Maarten van Heemskerck. San Lucas pintando a la Virgen con el niño (detalle)
Sin embargo, casi veinte años más tarde, ya en su madurez personal y artística, sí se atreverá y se autorretrata como san Lucas en este nuevo abordaje del tema.
Maarten van Heemskerck. San Lucas pintando a la Virgen con el niño, 1550-53. Musée des Beaux-Arts de Rennes.
Este modo de colarse en la historia no es exclusivo del arte antiguo; en pleno romanticismo Delacroix aún gusta de participar personalmente en la historia relatada, así cuando pinta su célebre obra conmemorando las jornadas revolucionarias que trajeron a la Monarquía de julio, "La Libertad conduciendo al pueblo", tiene el placer de pintarse como el joven burgués de la chistera y el trabuco que flanquea a la bella Marianne. Aunque es probable que el autor no reprodujese con total fidelidad sus rasgos para no ser acusado de vanidoso, la comparación con un autorretrato posterior creo que no deja dudas sobre el parecido más que razonable.
Eugène Delacroix. La Libertad guiando al pueblo, 1830. Musée du Louvre, Paris.
Eugène Delacroix. Autorretrato, 1837. Musée du Louvre, Paris.
Una segunda modalidad de meterse dentro del cuadro es aparecer, no ya travestido como un personaje de la historia, de músico, revolucionario, santo o lo que sea, sino como el propio señor que en la vida civil encarna el artista que pinta, es decir, como don fulano X, que participa en una escena cualquiera. De este modo nos aparece El Greco: como un asistente más entre sus convecinos toledanos, al entierro del señor de Orgaz. Lo curioso, con todo, de este cuadro, es que los personajes del vecindario toledano aparecen alternando con San Agustín y San Esteban, con Cristo, su Madre y toda la corte celestial, pero ese es su mayor encanto sin duda.
Doménikos Theotokópoulos, El Greco. Entierro del conde de Orgaz, 1587. Iglesia de santo Tomé, Toledo.
Doménikos Theotokópoulos, El Greco. Entierro del conde de Orgaz (parte inferior, personajes)
Ya sin santos ni corte celestial y en nuestros tiempos modernos, el pintor José Gutiérrez Solana se pinta en compañía de los asiduos a la tertulia del café de Pombo; en este retrato grupal aparecen un grupo de los intelectuales de principios de siglo capitaneados por Ramón Gómez de la Serna (de pie), mientras que nuestro pintor ha escogido un discreto lugar en la esquina superior derecha (el del pelo rapado que mira al espectador).
José Gutiérrez Solana. Tertulia del café Pombo, 1920. Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid.
Esto de representarse no tanto como el pintor X, sino como el señor X es un modo de reivindicar el papel social que uno desempeña, así, como en el Barroco los pintores no eran tan bien considerados como la aristocracia, Van Dyck ha preferido representarse junto a su amigo Sir Endymion Potter como un igual, con atuendo y pose de aristócrata, traje de seda y manos enguantadas, como diciendo: "yo también soy un caballero".
Anton van Dyck. Autorretrato con Sir Endymion Potter, 1633. Museo del Prado, Madrid.
También puede uno pintarse sin embargo como pintor, trabajando y con los útiles del oficio, si bien esta clase de representación tiene unos inicios más discretos. Por ejemplo, cuando el famoso pintor y tratadista Antonio Palomino, hombre muy respetado en España no sólo como artista sino sobre todo por su labor como teórico de las artes, recibe el encargo de diseñar la bóveda de la iglesia de San Nicolás de Valencia (a la vez está pintando la de los Santos Juanes y la cúpula de la basílica de la Virgen), obra cuya ejecución supervisará, pero que pintará su discípulo Dionís Vidal, no resiste la tentación de dejar huella de su paso por allí y así se pintan diseñador y pintor en un luneto ejerciendo su arte, el uno enseñando el diseño y el otro recibiendo las instrucciones para ponerse a pintar.
Antonio Palomino (diseño) y Dionís Vidal (pintura al fresco). Bóveda de la iglesia de San Nicolás, Valencia (ca. 1690-1700)
Antonio Palomino (diseño) y Dionís Vidal (pintura al fresco). Bóveda de la iglesia de San Nicolás, Valencia (ca. 1690-1700)
Antonio Palomino (diseño) y Dionís Vidal (pintura al fresco). Bóveda de la iglesia de San Nicolás, (detalle de un luneto)
Otro truco discreto para introducirse en el cuadro, muy del gusto de los holandeses y sus juegos visuales, es utilizar un espejo y así se ve el bodegón representado, pero también, de un modo artificioso que a los barrocos les encantaba, al propio pintor, eso sí, en pequeño y deformado.
Pieter Claesz. Vanitas con violín y espejo convexo, ca. 1628. Germanisches Nationalmuseum, Nüremberg.
Vermeer es hoy uno de los pintores del Barroco más considerados por su extraordinaria captación de algo tan impalpable como la luz y los efectos atmosféricos. Uno de sus cuadros más famosos es esta "Alegoría de la pintura" donde se pinta pintando (¿de nuevo el uso del espejo?). En todo caso el pintor prefiere permanecer en el anonimato y se retrata de espaldas, no parece su propósito aparecer como protagonista, el objetivo de esta obra es otro.
Johannes Vermeer. El arte de la pintura (Alegoría de la pintura), 1666. Kunst Historisches Museum Wien.
En la misma línea de Vermeer de captar la luz y la atmósfera Velázquez pinta su celebérrimo cuadro "Las Meninas". Es una obra con muchos planos de interpretación. Sólo me interesa el aspecto que estamos comentando. Es el primero, que yo sepa, donde el pintor aparece ejerciendo su oficio, de frente al espectador, como diciendo: Soy pintor, y soy tan importante, por lo menos, como cualquiera de los representados. En el caso de Velázquez no se explica si no es por el enorme aprecio y admiración mutuas existente entre el pintor y el rey y por el hecho de ser Velázquez un aristócrata y tener cargos cortesanos. Si la anécdota de que fue el propio Felipe IV quien pintó en el cuadro sobre su pecho la cruz de Santiago es cierta o no, no importa, lo importante aquí es la propia anécdota en sí.
Diego Rodríguez de Silva y Velázquez. Las Meninas, o La familia de Felipe IV, 1656. Museo del Prado, Madrid.
Un gran conocedor, y admirador, de la obra de Velázquez en las colecciones reales es Goya. Él será el primero en imitar su gesto. De este modo ya en una época temprana, cuando pinta este delicioso cuadro de la familia del Infante Don Luis, el hermano de Carlos III, se pinta a si mismo trabajando, si bien todavía en una pose un tanto artificiosa.
Francisco de Goya y Lucientes. La familia del Infante Don Luis, 1784. Fundación Magnani-Rocca, Mamiano di Traversetolo, Parma.
La segunda intentona le saldrá mucho mejor, cuando aborde un importante cuadro de propaganda monárquica, "La Familia de Carlos IV", donde reúne a toda la familia real (hay que pensar que el ambiente es tenso, en Francia hace pocos años que le han cortado la cabeza a otro Borbón). En éste, como en el anterior cuadro el protagonismo lo tienen la mujeres, Doña Teresa Vallabriga en el de Don Luis y aquí la reina Doña María Luisa de Parma. Goya, como Velázquez, aparece de frente al espectador, pintando.
Francisco de Goya y Lucientes. La familia de Carlos IV, 1800. Museo del Prado, Madrid.
El Romanticismo coloca al artista en el centro del mundo, al menos de SU mundo. El artista, o bien es un ser semidivino, o bien es un maldito, un incomprendido, pero en todo caso ocupa el lugar central de las mitomanías del momento. Así veremos cómo un rey como Luis II de Baviera se afana, como un fan cualquier, en captar la atención y el aprecio de un artista como Richard Wagner, cosa inaudita. En esta obra del liberal Antonio María Esquivel el pintor aparece en el justo centro de la composición, acompañado de toda la intelectualidad del momento. Los pintores, de trabajadores manuales, ya han conseguido igualarse a los intelectuales.
Antonio María Esquivel y Suárez de Urbina. Los poetas contemporáneos. Una lectura de Zorrilla en el estudio del pintor, 1846. Museo del Prado, Madrid.
Antonio María Esquivel y Suárez de Urbina. Los poetas contemporáneos. Una lectura de Zorrilla en el estudio del pintor (identificación de los representados).
Luis de la Cruz hoy es un pintor desconocido para casi todos, pero en sus tiempos fue un famoso y aclamado retratista. Por eso me ha gustado poner este autorretrato aquí donde tiene el atrevimiento de ponerse delante de un retrato del rey, ¡y con ese traje amarillo! A pesar de todo es una obra muy bonita, no me extraña que fuera tan popular.
Luis de la Cruz y Ríos. Autorretrato con retrato de S. M. Don Fernando VII, fecha desconocida. Colección particular
El colmo de la autoestima, o del autobombo, lo lleva a cabo , cómo no, Gustave Courbet, un señor que, a juzgar por la ingente cantidad de autorretratos que produjo, debía estar encantado de haberse conocido. Aquí el artista aparece como una especie de ser providencial, flanqueado por un hermosa, y admirativa, mujer desnuda, un niño y toda una galería de personajes varios, como si fuera la corte de un rey, el arte es la nueva religión y el artista es nuestro nuevo Gurú.
Gustave Courbet. L'Atelier du peintre, 1855. Musée d'Orsay, Paris.
Por último me voy a despedir con dos obras que me gustan mucho de Zuloaga. La primera es un retrato coral de la familia del pintor, donde él también aparece al modo velazqueño pintando dentro de la escena e interactuando con los retratados, de una sobriedad tonal y compositiva extraordinarias. El segundo, una obra inacabada donde aparecen algunos de los intelectuales que solían frecuentar su casa de Zumaia, como el doctor Marañón, Ortega y Gasset, los Baroja, Valle Inclán y algún otro que no reconozco, el pintor de nuevo, como Velázquez, al fondo pintando de cara al espectador.
Ignacio Zuloaga y Zabaleta. Mi familia, 1937. Museo Zuloaga, Zumaia.
Ignacio Zuloaga y Zabaleta. Mis amigos (1920-36, obra inacabada). Museo Zuloaga, Zumaia.