El retrato en la pintura, aunque tenga algún precedente medieval, comienza propiamente en el Renacimiento. Incitados por el individualismo que preconiza esta nueva mentalidad, el noble o el burgués enriquecido del Renacimiento desea perpetuar su efigie para decirnos "aquí estoy yo". Sin embargo este signo de distinción está en principio estrictamente reservado a los miembros de la clase dirigente: reyes y reinas, amantes reales, nobles damas y caballeros, clérigos o militares, poco más.
Dentro de las pretensiones de estatus social que el artista reclama para sí a partir del Renacimiento, comienzan a aparecer también autorretratos de pintores como reivindicación de una reencontrada autoestima, bien del artista solo, bien (más raro) dentro de una escena, como el famoso "Las Meninas" de Velázquez. En cierto modo, que el artista se retrate a sí mismo parece obvio, casi como una práctica a medio camino entre el arte y la introversión, un ejercicio de autoexploración y expresión personal. Ejemplos de autorretrato excelentes nos han proporcionado los grandes pintores como Rembrandt, Murillo, Goya, Courbet o Picasso.
Lo que ya es más raro es que un pintor pinte a otro pintor, no es que sea algo totalmente infrecuente, pero tampoco es que sobreabunde. Es comprensible, hay que estar muy seguro del propio arte para pintar a un colega; sin embargo este género en la comunidad artística se ha practicado con alguna frecuencia, bien a modo de homenaje hacia un maestro que se admira, bien como el cariñoso recuerdo de un maestro a un discípulo querido, bien como un signo de reconocimiento artístico entre colegas, incluso como una broma o un juego entre amigos.
Sea como fuere, con toda la diversidad de matices que esta práctica manifiesta, las obras así creadas dicen mucho, a mi modo de ver, tanto del pintor como del modelo, de su relación, sea de amistad, sea de admiración, sea de condescendiente protectorado, de los respectivos postulados o incluso polémicas artísticas; incluso nos hablan de cómo se tejían las redes de amistad o clientelismo en el interior de la comunidad artística, conexiones de las que estas obras son como los jalones visibles y perdurables.
Por otro lado hay que reconocer que cuando un pintor pinta para un cliente que no pertenece al gremio artístico probablemente pinta de un modo: así se ocupa de complacer al cliente, de cuidar el parecido o las expectativas de representación que éste tenga. Sin embargo cuando se pinta para un colega de profesión es posible prestar mayor atención a otras consideraciones técnicas y artísticas en la seguridad de que ello será correctamente apreciado por el retratado, suelen ser así unos retratos más centrados en valores puramente intrapictóricos, lo que, desde mi punto de vista, los hacen mucho más interesantes que otros géneros dentro de la retratística.
Vayamos a los hechos y veamos los ejemplos de este género de retrato. El recorrido comienza, cómo no, por Goya, un enorme pintor y retratista, de él comenzamos la serie por un retrato que es un maravilloso homenaje a su cuñado y protector de sus inicios, Francisco Bayeu.
Pero si Goya pinta a su cuñado, también pinta un retrato muy Sturm und Drang a un entrañable discípulo como Asensio Juliá, uno de los herederos más fieles de su estética.
Goya es a su vez pintado por un colega valenciano reconocido a su magisterio, Vicente López Portaña, su sustituto como pintor de cámara de la Corte, un artista de gran éxito que homenajea al maestro con una de sus mejores obras.
Vicente López Portaña. Retrato del pintor Francisco de Goya, 1826. Museo del Prado, Madrid.
Vicente López tenía una obra de una gran calidad artística y un estilo puntilloso que gustaba mucho a sus clientes y por ello dejó a sus hijos un negocio en pleno funcionamiento. A su vejez es pintado aquí por su hijo Bernardo, el heredero de la franquicia López.
Bernardo Lopez Piquer. El pintor Vicente López, padre del artista, ca. 1847. Museo del Prado, Madrid.
Una de las dinastías de pintores más importante de la pintura española es la que tiene su origen, junto con el siglo, en José de Madrazo, a quien siguen sus hijos Federico y Luis, y todavía por sus nietos Raimundo y Federico, o Cocó, llenan ellos solos todo el siglo XIX y retratan literalmente al "todo el mundo" de la época. Así empezamos con este retrato de Federico de Madrazo a su yerno, Mariano Fortuny, casado con su hija Cecilia, dos dinastías que se funden.
Federico de Madrazo y Kuntz. Retrato de busto de Marià Fortuny, 1867. Museu Nacional d'Art de Catalunya, Barcelona.
Los Madrazo también son capaces de reconocer a artistas con otros modos y estéticas, éste es el caso del pintor Eduardo Rosales pintado también, cómo no, por Federico de Madrazo.
Federico de Madrazo y Kuntz. Retrato deEduardo Rosales, 1867. Museo del Prado, Madrid.
El belga Carlos de Haes había iniciado la pintura de paisaje en España introduciendo un severa disciplina plenairista (al final se murió de un catarro de tanto estar al aire libre). Madrazo reconoce en este retrato su imponente magisterio.
Federico de Madrazo y Kuntz. Retrato del pintor Carlos de Haes, 1867. Museo del Prado, Madrid.
El pintor principal de la dinastía es pintado en su madurez por su hijo y seguidor de la firma familiar, Raimundo, hijo, sobrino, nieto, hermano y hasta cuñado de pintores ahí es nada.
Raimundo de Madrazo y Garreta. Retrato de Federico de Madrazo pintando, 1875. Museo de Bellas Artes de Bilbao.
De los Madrazo llegamos a otra personalidad que va a ser el que deje testimonio de la intelligentsia hispánica de finales del XIX, Joaquín Sorolla y Bastida, otro que ha retratado a todo el mundo. En este caso, para enlazar con la dinastía anterior, a su último representante, Raimundo de Madrazo y Garreta.
Joaquín Sorolla y Bastida. El pintor Raimundo de Madrazo, 1906. The Hispanic Society of America, New York.
Pero no sólo pinta a Madrazo, sino a todo representante del who is who, a continuación al insigne pintor Aureliano de Beruete, el mejor seguidor de Carlos de Haes.
Joaquín Sorolla y Bastida. El pintor Aureliano de Beruete, 1902. Museo del Prado, Madrid.
Sorolla retrata aquí al maestro de la pintura de casacón, al ilustre sevillano José Jiménez Aranda un pintor de enorme éxito en su momento, quién, como veremos le devolverá la gentileza.
Joaquín Sorolla y Bastida. Retrato de José Jiménez Aranda, 1901. Museo Sorolla, Madrid.
Aquí el maestro Jiménez Aranda pinta a un todavía joven Joaquín Sorolla en plena faena y con los trastos del oficio.
José Jiménez Aranda. El pintor Joaquín Sorolla, 1901. Museo del Prado, Madrid.
Si Sorolla estaba apegado a una pintura luminista precursora casi del impresionismo y pertenecía a una corriente de pensamiento progresista cercana a la ILE, Ignacio Zuloaga en cambio crea una obra fuertemente expresionista que reniega de las vanguardias y vuelve a las esencias patrias. Estos dos talentos eran como agua y aceite, sus relaciones fueron pocas o malas, también porque Sorolla estaba firmemente instalado en el star system, mientras a Zuloaga el éxito le llegó algo más tarde y con más dificultad. Zuloaga pinta según su peculiar estética a algunos colegas hoy poco conocidos, como el presente retrato del pintor Pablo Uranga.
Ignacio Zuloaga. Retrato del pintor Pablo Uranga pintando, 1931. Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid.
En toda su obra muestra esa afición un poco tenebrista que era resultado de su visión peculiar de España, sus personajes parecen sacados del Siglo de Oro, como aquí el pintor Balenciaga.
Ignacio Zuloaga. Retrato del pintor Balenciaga, ca. 1930-34. Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid.
De Zuloaga no tenemos retratos hasta llegar a la generación posterior a la guerra civil, en este caso será otro grandísimo retratista, Daniel Vázquez Díaz, quien deje el testimonio de homenaje al maestro vasco.
Daniel Vázquez Díaz. Retrato de Zuloaga, 1932. Museo Nacional de Bellas Artes, Buenos Aires, Argentina.
Un círculo artístico que es excéntrico respecto de las corrientes culturales españolas, pero que sin embargo se vincula fuertemente a las vanguardias europeas a través de París, es el círculo de los noucentistas catalanes. Estos artistas, nacidos en un ambiente provincial, son poco más que una colla de amigos. Sin embargo su conexión con el cosmopolitismo de la capital francesa da impulso e inspiración a su arte y de esta colla de amigos saldrán algunos de los talentos más interesantes del cambio de siglo español. Me gusta empezar por el retrato de Ramón Casas pintado por su amigo Santiago Rusiñol, donde nos lo muestra como todo un hipster de la época.
Santiago Rusiñol. Ramón Casas velocipedista, 1889. Colección Banco de Sabadell.
Pero si Ramón Casas era un hipster, no menos dandy debía ser su amigo de correrías, Santiago Rusiñol al que retrata aquí en pose de caballero.
Ramón Casas. Retrato de Santiago Rusiñol, 1889. Colección particular.
Algo de antiguo caballero, no sabemos si andante o estático, debía tener Rusiñol, cuando otro de la colla, Ramón Pichot lo pinta con la misma pose que "El caballero de la mano en el pecho" de El Greco.
Ramón Pichot. Santiago Rusiñol como El caballero de la mano en el pecho, 1897. Museu del Cau Ferrat, Sitges.
Aquí es Ramón Casas el que le devuelve el retrato a Ramón Pichot en un excelente dibujo.
Ramón Casas. Retrato de Ramón Pichot, ca. 1897-99. Museu Nacional d'Art de Catalunya, Barcelona.
Pero Ramón Casas será también el que pinte a toda la intelectualidad barcelonesa, a los políticos, a las señoronas, a los burgueses, e incluso a este niño prodigio, destinado a eclipsarlos a todos, un jovencísimo Pablo Picasso.
Ramón Casas. Retrato de Pablo Picasso, 1900. Museu Nacional d'Art de Catalunya, Barcelona.
Picasso cuyo enorme ego le impedirá pintar a casi ningún colega, excepción hecha de su malogrado amigo Casagemas, es sin embargo pintado, y mucho, por los vanguardistas con los que se va a codear cuando marche a París. Aquí lo retrata, a su peculiar modo, Amedeo Modigliani.
Amedeo Modigliani. Retrato de Pablo Picasso, 1915. Colección privada.
Acabamos el recorrido en París con uno de los más grandes pintores del surrealismo español y universal, con Joan Miró, otro de estos catalanes que se forjó como artista en París. Aquí lo pinta, a él y a su hija, un excéntrico muy alejado de sus postulados artísticos, pero también él un grande contemporáneo, el pintor Balthus, conde Balthasar Klossowki de Rola.
Balthus. Joan Miró et sa fille Dolores, 1937. MoMA, New York